lunes, 12 de abril de 2010

Un café, por favor.


Después de varios meses de un intenso verano que además de alegrar los corazones de muchos en la temporada de vacaciones, recientemente venía oprimiendo los de otros por las negativas implicaciones para los cultivos agrícolas, acueductos, el pastoreo y otras áreas asociadas con el desarrollo y a la vez dependientes del suministro del líquido vital, comenzó la temporada de lluvias en el país.  Su estreno coincidió con una visita que realicé a una provincia de pintoresco nombre en un departamento de la zona andina colombiana, la cual hace una década me alojó para vivir una inolvidable experiencia de acercamiento a las raíces que sigo insistiendo en tener, más en las zonas rurales que en la ciudad en la que durante la mayor parte de mis treintaytantos he vivido.

Luego de cinco días de reencuentro con los amigos, de varios recorridos por los caminos de herradura, algunos cuerpos de agua y una que otra carretera terciaria, las visitas a los sitios de rigor y el placer de volver a probar las exquisiteces gastronómicas del pueblo, madrugué para tomar los 200 kilómetros de carretera en mi Vespa de regreso a la capital. La mañana se mostraba fría y el cielo nublado, apenas para deducir cómo estaría el clima en las horas siguientes.  Recién salía del casco urbano cuando comenzó la lluvia, y durante la primera media hora de carretera ya había acumulado un par de kilos de agua repartidos en mis prendas, porsupuesto, no impermeables.  Encontré en el siguiente pueblo un negocio que rezaba en su anuncio "Panadería y Cafetería", y ansioso por subir la temperatura corporal, entré al local escurriendo sobre el piso recién aseado.
- Buenos días.
- ...
- Buenos días.
- ¿A la orden?
- Por favor me da un café.
- No señor, no tenemos.
- ...
Retrocedí unos pasos para salir de la duda, pues en ese momento creí haber errado la lectura del anuncio. Ojeé nuevamente el aviso, y lo confirmé: la "cafetería" no tiene café.
Alcancé a pensar que el hombre detrás del mostrador había decidido no atender al impertinente que le acababa de pisotear, con sus botas llenas de barro, el piso de baldosín blanco.  Pero recordé en qué país estaba (en un estado social de derecho donde la premisa no se cumple, puede perfectamente existir una cafetería en donde no venden café), así que me dirigí de nuevo al tipo para pedirle un yogur y algún producto de panadería, los que resignadamente convertí en mi desayuno.

Como la lluvia no cesaba, ni lo hacían mis ganas de tomarme un buen pocillo de café caliente, deambulé unos minutos hasta encontrar otro negocio en donde depositar mis esperanzas.
- Buenos días señora.
- Si, ¿a la orden?
- Por favor me vende un pocillo de café.
- Si claro, ya se lo sirvo.
Esta paisana no se preocupó por el agua que Yo seguía escurriendo, pues ya otros comensales se habían encargado de "hacer reguero" en el piso del local.   Me senté en una de las mesas del sitio, y a los tres o cuatro minutos la no muy amable señora llegó con un pocillo de una bebida de color térreo con visos blancos que aún no se homogenizaba.
- Señora, Yo no pedí esto.
- Cómo no, Usted me dijo que un café.
- Si, un café.  No un café con leche.
- Es que el café viene con leche.
- Yo no se lo pedí con leche, por favor tráigame un café SIN leche.
- Ah, lo que Usted quiere es un tinto.
Como la medida generalizada de un "tinto" en Colombia es un pocillo pequeño (de unas 4 onzas), y Yo lo que quería era un pocillo regular de café (8 o 9 onzas), insistí: 
- Yo lo que quiero es un pocillo de café como éste, pero SIN leche.
- Ah, entonces lo que Usted quiere es un tinto grande.
- Eso, eso, tráigame un TINTO GRANDE, por favor.
- Ah, es que aquí llamamos a las cosas de otra forma.

Además de volver a ser conciente del país en el que estoy, recordé que en algunos casos sigo siendo un abanderado de las causas perdidas.  Mi sico-rigidez logra que una situación tan básica como disfrutar de un café (con o sin leche, tinto, americano, espresso, qué más da) se convierta a veces en una batalla semántica contra un enemigo inexistente -lo que deja igualmente vacío el título de vencedor- y además de tener que esperar más tiempo para ser atendido paso a engrosar las listas de los clientes indeseables en más de un establecimiento.

* Me reservo intencionalmente los nombres de la región y los municipios pues aunque merecen todo mi reconocimiento, este relato pudo haber sucedido en cualquier parte del país. O del continente.  Y no quiero hacerle mala publicidad a las cafeterías del pueblito.

1 comentario:

Francy dijo...

Pintoresca vivencia de un pueblito que se llama Macondo... (cuál Zetaquira?) ;)