lunes, 6 de junio de 2011

Ideologías baratas y pepinos encurtidos

Cuando comencé a tomar conciencia acerca del poder de la palabra, opté por erradicar de mi vocabulario algunos términos que hasta entonces usaba sin mayor atención, en parte por las enseñanzas de mi maestra de literatura y en parte por mi vocación recalcitrante (la cual sin duda es la proyección inversa de serios vacíos).  Por supuesto que querer eliminar un término del léxico habitual resulta tan pretensioso como querer mandar a alguien al olvido, pues el solo deseo de hacerlo involucra, necesariamente, pensar en el fulano o la fulana para cuando se quiere olvidar.
Así que el ejercicio ha sido más bien procurar  de manera muy consciente evadir las palabrejas objeto de la proscripción, y acompañar el quite con el respectivo discurso para quienes tampoco tragan entero.
Entre las infortunadas palabras y sus derivados, se metió desde temprano el verbo prometer.  No recuerdo con certeza cuál fue el hecho, pero sucedió cuando tuve mi primer noviazgo.  Ese día le prometí a la entonces destinataria de mis afectos alguna nimiedad que finalmente no llevé a cabo, lo que redundó en el disgusto respectivo, al mejor estilo de los adolescentes que en ese entonces éramos (al parecer ella sí logró superar esa etapa).  Ese detonante, aunado al supuesto rigor por el idioma que ya asomaba como principio vital, pretendió desterrar las promesas de mi vida.    Dejé de prometer, comprometerme, de aceptar que me prometieran, dejé de creer en las promesas.  Pero el significado del término continuó intacto en mi interior.

Para la celebración de alguna fecha especial con la chica de marras, el presupuesto de estudiante no brindó más opciones que una película en sala general y una cena sin lujos.   A la salida del cine, en un centro comercial, la noche del martes no ofrecía mayores alternativas gastronómicas.   La famosa cadena de restaurantes de comidas rápidas del payaso roji-amarillo había aterrizado hacía poco en Colombia, y este par de ingenuos cayó en la tentación de probar las tan afamadas hamburguesas.   Ella optó por la “cajita feliz”, que en esta ocasión regalaba a los niños una muñequita Barbie que daba vueltas en una especie de pedestal con mecanismo de resorte, haciéndola poco práctica para el desfile en pasarela.   Yo sucumbí a los embrujos de la publicidad, y me incliné por la que me sonó a producto estrella de la marca: “Big Mac” en combo. ¡Big Mac!  Si un restaurante bautiza un producto con su nombre, pensé, será porque es bien representativo de la marca. Y además, si le antepone un adjetivo que le aumenta el tamaño, pues ¿qué otra cosa esperar que no sea una jugosa, elaborada y bien acompañada hamburguesa de pura carne de generoso tamaño?

 Algunos restaurantes Mc Donald's utilizan Vespas para sus domicilios
(Al-Uqsor, Egipto - 2009)

Pues bien, quienes hayan cometido el mismo error (no de creer en la publicidad, sino de comer en ese sitio), saben bien qué esperar…   Generalmente no he sido quisquilloso a la hora de comer, pues valoro cada bocado de lo que tenga la posibilidad de meterme a la boca (y no por el cuento de la hambruna mundial, ¡cuánta gente no tiene que comer y Usted desperdiciando la ensalada de remolacha!, sino por el simple placer de llenar el estómago).  Pero también tengo mis límites, y algo de dignidad.   Al salir del restaurante, hice el sublime voto de (¿prometí?) jamás volver a malgastar mi dinero en ese sitio.
Debieron pasar unos siete años sin que siquiera traspasara el umbral de la puerta de un Mc Donald’s, cuando un buen amigo me pidió que le ayudara a avanzar en un trabajo escrito para finalizar sus estudios.  Andaba desocupado y con los bolsillos vacíos, así que acepté sentarme en su oficina a desarrollar un texto sobre un tema del que no tenía idea alguna para cumplir con el número de páginas del documento, a cambio de una remuneración casi simbólica y el almuerzo de las jornadas respectivas.   Los recesos a mediodía nos dirigían a la zona de comidas de un centro comercial cercano, en donde había de donde escoger, por lo que a diario cada uno optaba por el plato de su elección. Un día, sin embargo, mi anfitrión desvió la ruta para entrar en uno de los restaurantes-franquicia de los arcos dorados.  Ante la inminencia del asunto, le advertí que no estaba dispuesto siquiera a entrar, y sin que diera tiempo de permitirme exponer mi manifiesto vital, estacionó el carro y me respondió algo así: “pues entonces hoy no almuerza”.   A regañadientes entré al sitio, y después de soportar sus burlas como obvia respuesta a mi explicación de los orígenes del asunto, ordené alguno de los menús disponibles con resignación.    Nos sentamos a almorzar, y  entonces volví a probar las viandas de este mega-negocio.  Las risas de mi amigo lograron matizar el sinsabor que me produjo la comida, más por estar tragándome mis principios que por la incierta composición de la hamburguesa.
Años después, paseaba con una familia amiga por otro centro comercial.  Los niños que nos acompañaban terminaron su sesión de juegos para seguidamente pedir un merecido refrigerio. Y adivinen… Más tardé en darme cuenta de hacia dónde nos dirigíamos que en exhortar a los padres a no habituar a los muchachos a consumir allí. Esta vez las mofas fueron por partida doble, pero ¡oh sorpresa!, terminaron en un interesante descubrimiento. Además de los productos de comida rápida, Mc Donald’s ofrecía un breve listado de postres, en los que incluían un helado de crema con cobertura de chocolate, una básica receta que sigue siendo de todo mi gusto.
Transcurrió entonces algo más de una década desde el disgusto inicial para que diera mi brazo a torcer, y en un par de ocasiones me acerqué a la ventanilla de postres del payaso Ronald para pedir un Choco-Mac.  Luego descubrí el McFlurry, y mi debilidad por los dulces sumó para ignorar el episodio aquel y proceder a desocupar presuroso el recipiente del helado con galletas.   No soy un consumidor habitual de esos productos, pero no puedo decir que cumplí a cabalidad con mi compromiso de entonces.
Concluyo transcribiendo un sabio párrafo que, como respuesta a una vedada incitación a discutir acerca de la flexibilización de principios, mi amiga Constanza me arrojó cual merecido baldado de agua fría, y aplica para muchas situaciones en mi vida: “¡Pero ajá! Nada más peligroso que una persona inflexible e incapaz de evolucionar, transformarse, adaptarse... ¡radical seré con cosas que merezcan la pena realmente!
Igual me he venido sintiendo orgulloso de no haber pagado un solo peso, desde entonces, por una hamburguesa en Mc Donald’s.   Lo que no quiere decir que no acepte una invitación cuando es el anfitrión quien decide el sitio; eso sí, después de recibir la hamburguesa, me dirijo directo a la barra de aderezos para atiborrarla de pepinillos agridulces, deliciosos cómplices de la indulgencia.

P.s.  Gracias a Angelita, quien recientemente me ayudó a mantener a raya el compromiso, pues cuando estuve a punto de erogar dinero por complacer un absurdo antojo, me hizo la invitación.

2 comentarios:

Angélica Lozano dijo...

Super !!! Que buenas fotos las del blog y tu uso del idioma. Cuando consideres pertinente no dudes en narrar aquel sublime momento de los días en que "detentams" poder policivo y diste lección a la rubia heredera sobre el concepto "americanos" Nunca olvidaré tan grata lección sobre la grande América, cuando preguntaste "el sr es boliviano, acaso?" BESOSSSSSSS

Bruja dijo...

jajajajajajajajajajaja hay Andres que buen escrito, Parcero me hiciste alargar la pausa activa aquí en la oficina, y sabes que, también estoy en pelea con mi estomago y mi razón por que la maldita salsa barbecue es la que me hace pecar en el restaurante de la cajíta Feliz.... algún día en el mes.